Época:
Inicio: Año 1503
Fin: Año 1503

Antecedente:
Ceriñola, la consagración del Gran Capitán



Comentario

La ladera cubierta de viñedos estaba ocupada por las tropas de Gonzalo en posición de combate: en el centro, los lansquenetes bávaros y la infantería española al mando de Paredes y Pizarro, padre del futuro conquistador del Perú. Un poco más retrasados, en las alas, se encontraban los hombres de armas al mando de Próspero de Colonna y Diego de Mendoza. Detrás, la artillería con Pedro Navarro. Y en un extremo, a la retaguardia, la caballería ligera de Fabrizio Colonna y de Pedro de Pas. En el centro de todo ese dispositivo táctico, sobre un pequeño promontorio, se situó Gonzalo, vestido con sus armas y la cara descubierta, para queja de sus allegados. Los hombres estaban sudorosos y cansados. La marcha por la ribera del río Ofanto había sido agotadora. Se disponían a descansar, pues el día estaba avanzado, y no parecía prudente comenzar la batalla al caer la tarde.
El duque de Nemours no pensaba así. Miró el campo con unos ojos diferentes. Le gustaba el ocaso, la nuit tres obscure, como en el verso de Pernette du Guillet. Pálido, muy alto, envuelto en su arnés milanés, era la viva imagen de alguien que no se preocupaba nunca de la opinión de los demás, pese a que el rey de armas Godebeyte le empujaba a presentar batalla. Louis D'Ars, convencido de la necesidad de aplazarla, montó en cólera. El orden de las tropas francesas tampoco se discutió. En vanguardia se colocaron los hombres de armas al frente de los cuales se situó el propio Nemours, junto a D'Ars. Detrás, la infantería suiza y gascona al mando de Chandieu; en retaguardia, la caballería ligera comandada por Yves d'Allegre.

Todo parecía indicar que Nemours ordenaría la carga de la caballería pesada contra las posiciones españolas. No le importaba el escenario. Había soñado con hacer una cosa así desde el mismo día que pisó el Reino de Nápoles y ahora tenía esa oportunidad a riesgo de morir. La audacia, siempre la audacia, como diría siglos más tarde Federico II, rey de Prusia. No tenía dudas. Atacó de frente. ¿Qué pasaría cuando llegaran a las empalizadas construidas con esmero por las tropas de Gonzalo? ¿Empalizadas? ¿Qué significaba eso contra la doulce passion de la carga? Tampoco miró hacia las filas de espingarderos que tenía frente a él. ¿Fuego, qué importancia tenía ante un cueur contoit come un desir infiny?

De repente, una salva de cañones rompió los pensamientos del francés. La batalla iba a tener lugar al caer la tarde, buscando la noche, como él quería. Gonzalo quedó perplejo. No había tiempo para lecciones. La batalla, a diferencia de la guerra, es una suspensión del tiempo, un refoulement de la cotidianidad. Nemours había ordenado la carga. No había más que decir. Pocos minutos, y aquellos magníficos hombres de armas quedaron atrapados en los fosos, apresados en las empalizadas, acribillados por las espingardas, atravesados por las picas, muertos. Poco después comenzó la desbandada. Gonzalo dejó su promontorio y avanzó a sus hombres de armas más allá de los fosos. Trescientos hombres atacando. Sólo trescientos. Y son muchos. El ruido era atroz. También la sangre. Una carnicería. En apenas unos minutos, más de tres mil muertos franceses quedaron en el campo de batalla.